Mayo, 1770, Lyon

Sí, como has leído en la anterior fecha, tu nombre es Rolando. Fue el primer nombre que podemos recordar. Nuestra memoria, querido Rolando del futuro, es prodigiosa. Aunque no tanto como para especificar nuestro primer año de vida. Sé que fue hace mucho tiempo atrás. Siglos. Aunque un poco tarde, este diario servirá más que nada para destapar aquellas arterias de la memoria. Desconozco el idioma que te haya tocado esta vez, pero eso poco importa porque tú puedes comprenderlos casi todos.

El primer recuerdo que tengo (si te esfuerzas debería decir “tenemos”) es de 1270. Nacimos perro. Sí, no quieras encontrarle una explicación a esas cuestiones. (Peores cosas hemos sido, ya verás). Lo cierto es que fuimos un precioso mastín napolitano a las órdenes del Rey sueco Valdemar I. Por lo poco que recuerdo, nacimos en algún lugar de Italia. Es vox populi que el joven rey Valdemar era un dotado deportista en el arte de la conquista femenina. Por aquella época, en nuestro nacimiento como mastín, se excedió tanto que tuvo que viajar a Roma para obtener el perdón del mismísimo Papa. Allí trabó una muy buena relación con el obispo Nocturus Pernae, un hombre ruin que le gustaba hacer el mal por hacerlo, de malo que era, simplemente. El obispo, sabiendo que el Papa odiaba los perros, nos regaló a Valdemar para que asistiera al concilio del sumo pontífice en compañía nuestra. Tenemos vagos recuerdos acerca de aquella tarde. Si haces memoria, verás un gran anillo que vuela hacia tu hocico. También un grito afeminado que lanza Valdemar al suponer que el golpe del Papa se dirige hacia él. Si agudizas tu memoria olfativa, todavía podrás oler al obispo, detrás de una cortina púrpura de seda, muy probablemente riéndose de la escena.

Por lo demás, nuestra vida de mastín napolitano (creo que nos llamábamos Bulbrik) no tuvo gran trascendencia salvo la inesperada muerte. Como parte de la conspiración del hermano de Valdemar, Magnus Ladulás, nos vimos enredados en un lamentable suceso. Era de noche, dormíamos a los pies de la cama, sobre una confortable piel de oso. La brisa de la noche nos trae un intenso aroma de frío metal. Aguzamos nuestros oídos e instintivamente saltamos sobre nuestro amo recibiendo el puñal que a él iba destinado. En fin, morimos por un hombre vicioso, enfermo sexual, y de dudosa inteligencia. Nuestro amo, Valdemar I, rey de Suecia.



El libro

Mi nombre no es Rolando, y sin embargo lo soy. Aceptar lo que parece absurdo no es fácil, aunque debo ser honesto: ahora empiezo a recordar algunos detalles del pasado. No podía ser de otra forma, porque al leer aquellas supuestas anécdotas ajenas fui entendiendo la compleja trama. Sorprendido, temeroso, recibí aquél inesperado golpe. Entonces comprendí que tuve muchas profesiones, que hice cosas buenas y malas. Hice muchas cosas. Los recuerdos vienen a mí poco a poco, como vencidos guerreros que regresan a su hogar. Sucedió demasiado rápido, tal vez. Un día me despierto con la íntima necesidad de viajar a una ciudad a la que nunca había visitado. Apenas llegar a Barcelona, no bien respiré su aire, sentí que me era familiar, que había recorrido sus calles, que había llorado en ella, que más de una risa mía se perdió entre las rocas frías de su antiguo casco. Enseguida caminé rápido en busca de ese pasaje que no tiene salida. Pou d'el estanc. Una arcada abovedada en concreto. Dentro, la puerta de un edificio viejo. Unos pocos escalones hasta el primer piso y ahí estoy, tocando el timbre. Un niño me abre la puerta y no lo dejo ni decir hola. Entro, voy hasta el final del pasillo y en la última habitación, la que da a la calle, hay un hueco en el zócalo de madera. Retiro despacio parte del zócalo y descubro el compartimiento secreto. Introduzco mi mano inequívoca y lo saco. Un libro viejo, de tapas duras y rojas. El niño me mira, aterrado. Abro el libro y leo la primera página. Abril, 1770. Tu nombre es Rolando, y por algún error de la naturaleza, del cosmos, eres conciente del paso honorable. Ya no estás en el tiempo sino que Tu eres el tiempo, querido Rolando. Ahora sólo toca dejarse llevar, buscar en tus tripas, en tu instinto, para terminar de comprender. Recién cuando acabé de leer aquella frase me percaté que estaba escrita en francés, lengua que desconozco por completo. Fui hasta el final del libro. Agosto, 1975. Si estás leyendo esto, Rolando, eres el siguiente, a ti te dejo... Esta vez la escritura estaba en español. Por lo demás, el libro contenía numerosas entradas con fechas, fotografías y dibujos. ¿Por qué había viajado desde Buenos Aires a Barcelona? ¿Qué hacía en ese departamento, asustando a un pobre niño? Las respuestas no importaban, una sensación todavía más extraña que aquellas preguntas me tenía perplejo: estaba convencido que aquel libro era mío; incluso, sabía con seguridad que todo eso lo había escrito yo.
Entonces llegaron los recuerdos.